La Guelaguetza: el alma viva de Oaxaca
La Guelaguetza, también conocida como “Los Lunes del Cerro”, es una de las celebraciones culturales más representativas de México.
Su nombre proviene del vocablo zapoteco guendaliza’a, que significa “ofrenda” o “intercambio de regalos”, y refleja el espíritu de solidaridad y cooperación que distingue a las comunidades indígenas del estado. Más que un simple festival, la Guelaguetza es una manifestación profunda de unidad, gratitud y respeto hacia las raíces ancestrales, la tierra y la diversidad cultural que florece en Oaxaca.
Cada año, durante los dos últimos lunes de julio, la ciudad de Oaxaca se transforma en un escenario vibrante donde convergen las ocho regiones del estado: los Valles Centrales, la Sierra Norte, la Sierra Sur, la Cañada, la Mixteca, el Istmo de Tehuantepec, la Costa y el Papaloapan. Grupos de danzantes, músicos y artesanos llegan a la capital para compartir sus tradiciones, vestimentas, bailes y productos regionales, en una muestra incomparable de pluralidad cultural.
Orígenes históricos y evolución
La Guelaguetza tiene raíces que se remontan a la época prehispánica. Los zapotecas y mixtecos realizaban ceremonias dedicadas a Centéotl, la diosa del maíz, a quien ofrecían danzas, flores, alimentos y ofrendas para agradecer las cosechas y pedir fertilidad a la tierra. Estas festividades, que se llevaban a cabo en la cima del cerro del Fortín, eran actos religiosos que celebraban la comunión entre el ser humano y la naturaleza.
Con la llegada de los españoles y el proceso de evangelización, las antiguas ceremonias indígenas fueron adaptadas al calendario católico. Así, el culto a Centéotl se fusionó con las festividades dedicadas a la Virgen del Carmen, y a partir del siglo XVII la Guelaguetza comenzó a adquirir un carácter más mestizo. Sin embargo, las comunidades indígenas conservaron los elementos esenciales de su identidad, lo que permitió que la tradición perdurara a lo largo de los siglos.
Durante el siglo XX, la Guelaguetza evolucionó de una celebración local a un evento de alcance nacional e internacional. En 1932, con motivo del IV Centenario de la fundación de la ciudad de Oaxaca, se organizó una edición especial de la fiesta, considerada el antecedente directo del formato actual. Desde entonces, el espectáculo ha crecido en magnitud, profesionalismo y reconocimiento, sin perder su esencia comunitaria.
El corazón de la celebración
El evento principal de esta importante fiesta se realiza en el Auditorio del Cerro del Fortín, un recinto al aire libre que ofrece una vista panorámica de la ciudad. Allí, delegaciones de cada región interpretan sus danzas tradicionales, acompañadas por música en vivo, trajes coloridos y una energía contagiosa. Entre las presentaciones más conocidas destacan la “Danza de la Pluma”, originaria de los Valles Centrales; los “Sones y Jarabes Mixes”; el alegre “Baile de los Diablos” de la Costa; y los “Sones Istmeños”, famosos por su ritmo festivo y las faldas amplias que se agitan al compás de la marimba.
Al finalizar cada actuación, los danzantes lanzan al público productos típicos de su región —como café, pan, mezcal, dulces, frutas y artesanías— en un gesto de generosidad que simboliza el espíritu de la Guelaguetza: dar y compartir con los demás. Este acto de reciprocidad se conoce también como “ofrenda viva”, y es uno de los momentos más esperados por los asistentes.
Más allá del escenario
El evento no se limita al espectáculo central. Durante las semanas de celebración, la ciudad de Oaxaca se llena de vida con actividades paralelas como el desfile de delegaciones, el certamen para elegir a Centéotl (la representante de la diosa del maíz), ferias gastronómicas, exposiciones de arte popular, conciertos y muestras de textiles. Todo el estado se involucra, generando un ambiente de hermandad y orgullo cultural.
Además, esta festividad tiene un impacto económico considerable. Miles de visitantes nacionales y extranjeros acuden cada año, lo que impulsa sectores como la hotelería, la gastronomía, el transporte y el comercio artesanal. Sin embargo, los oaxaqueños suelen enfatizar que el verdadero valor de la Guelaguetza no reside en su potencial turístico, sino en su capacidad para reafirmar la identidad colectiva y fortalecer los lazos entre las comunidades.
Reflexión final
La Guelaguetza es mucho más que una fiesta folklórica: es la expresión viva de un pueblo que celebra su diversidad y su historia. En ella convergen la memoria ancestral y la modernidad, la fe y la alegría, lo local y lo universal. Participar en la Guelaguetza —ya sea como espectador o como protagonista— significa adentrarse en el alma de Oaxaca, en su riqueza cultural y en su inquebrantable sentido de comunidad.
Por todo ello, la Guelaguetza no solo representa una herencia que se conserva con orgullo, sino un mensaje de unidad y generosidad que trasciende fronteras. Es la muestra más clara de que, en Oaxaca, la cultura no se exhibe: se comparte, se vive y se entrega con el corazón.